Durante los últimos diez años, en especial luego del 11 de septiembre de 2001, los partidos de extrema derecha han experimentado un auge electoral en la mayoría de los países europeos y en Estados Unidos. Se trata de un fenómeno que no ha sido fácil de explicar para los analistas convencionales, ya que sus formas y discursos no responden a los parámetros clásicos usados por las derechas racistas y los grupos neonazis. Al contrario, se trata de nuevos partidos o movimientos remozados, con nombres lejanos a la retórica política tradicional: el Tea Party, en Estados Unidos, el Partido de la Libertad, en Holanda, los Verdaderos Finlandeses, el Partido del Progreso, en Noruega, etc. Este giro ha sido asumido también por partidos de la vieja derecha cambiando de liderazgos y radicalizando sus posturas. Además han abandonado toda referencia a temas cruciales para ese sector político. Ya no hubo referencias a las razas inferiores o superiores. En cambio se empezó a hablar de incompatibilidades culturales, al calor de las tesis sobre el choque de civilizaciones de Samuel Huntington. Se abandonó la argumentación basada en las diferencias raciales para abordar una amenaza del multiculturalismo. Se encontró en el Islam un excelente recurso para criminalizar a todos los inmigrantes de una manera más tolerable. Y ya no se atacó a los judíos. Al contrario, estos nuevos partidos se han inscrito en un abierto apoyo al Estado de Israel, que pasa a ser un excelente aliado si se mantiene en su territorio y controla a los árabes, los nuevos chivos expiatorios de todos los males de Occidente. Tampoco se trata de “revisar” el pasado, tratando vanamente de negar Auschwitz, las fosas adreatinas o Villa Grimaldi. Dados estos cambios formales, la mayoría de los políticos y los medios de comunicación han tachado a estos nuevos grupos políticos con rótulos ambiguos, tales como derecha populista, neoconservadores, derecha identitaria, antiislamistas, nacionalistas, etc. Sin embargo, una minoría ha advertido que todas estas categorías no dan cuenta del peligro que este fenómeno entraña para las democracias. Por ejemplo, el holandés Rob Riemen planteaba, en noviembre de 2010, que sólo cabe un nombre para describir este fenómeno: fascismo. De la misma opinión era el novelista sueco, autor de la famosa trilogía Milennium, Stieg Larsson, quién describió estos cambios en la revista Expo y por ello vivió largos años bajo amenaza de muerte. Sin embargo, las advertencias de este tipo de autores cayeron una y otra vez en saco roto. En enero de 2011 un terrorista de ultraderecha identificado como Jared Loughner atacó un acto político en Arizona, matando a seis personas y dejando a 14 heridas, incluyendo a la organizadora de esa actividad, la congresista demócrata Gabrielle Giffords. Fue imposible dejar de asociar ese ataque con el tipo de discurso que los dirigentes del Tea Party han instalado en el debate político en Estados Unidos. En los últimos dos años, Sarah Palin, ex candidata a la Vicepresidencia norteamericana por el Partido Republicano, ha abusado de frases como “no hay que retirarse, hay que recargar”, entendiendo que en inglés reload (recargar) es una palabra que se refiere específicamente a las armas de fuego. Ahora, julio de 2011, el atentado a los edificios de gobierno noruegos y la posterior masacre en la isla de Utoya ha arrojado un balance preliminar de más de setenta muertos. El terrorista se llama Anders Behring Breivik, un joven acomodado, autodeclarado cristiano, furibundo antimarxista, antiislamista, y enemigo del multiculturalismo y la tolerancia democrática. Tal vez lo más aterrador es su monstruoso texto de 1.500 páginas, titulado 2083, en el que ha sistematizado todo el odio acumulado en décadas por los fabricantes de la muerte. Ambos atentados no son los únicos en este nuevo tipo de ultraderecha. Solamente son los más brutales y masivos. No es posible pensar que este tipo de fenómenos se deba sólo a individuos con patologías mentales. Cada vez que han ocurrido estos atentados, los políticos que han instigado a estos terroristas se han escudado diciendo que es obra de locos aislados. Pero lo que han hecho estos criminales en Oslo o en Arizona no ha sido más que llevar los argumentos de estos políticos a su concreción y hasta sus últimas consecuencias. ¿Habrían sido capaces de tal grado de perversidad sin el cúmulo de prejuicios y obsesiones que han difundido por décadas grupos mediáticos como News International, de propiedad de Rupert Murdoch? ¿Habrían llegado a la paranoia total sin el empujón retórico de políticos como Geert Wilders, en Holanda, Berlusconi, en Italia, Le Pen, en Francia o Sarah Palin, en Estados Unidos? ¿Acaso su odio patológico al marxismo no es el mismo que hemos conocido en América Latina bajo los ropajes de la doctrina de Seguridad Nacional? El nuevo terrorismo de la derecha europea y norteamericana no es obra de un puñado de locos. Es el producto más completo y sofisticado de un nuevo fascismo. Recoge, reconfigura y renueva los rasgos esenciales del viejo fascismo: nihilismo, miedo patológico al cambio, nostalgia de un pasado tan idílico como irreal, rechazo a la democracia, búsqueda de liderazgos autoritarios, criminalización de los adversarios y discriminación del diferente. Nuevas ropas para un viejo relato de terror.
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 739, 5 de agosto, 2011 www.puntofinal.cl
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